Los lectores recordarán unas reflexiones en estas páginas sobre la palabra “huercos” (10/8/19). Hace un año leí otra, vagamente similar: “cuazito”. Fue en una red social (Reddit, usuario Lare2, 2020). Aludía a jóvenes/niños armados que enfrentaban a autoridades, pero de modo grotescamente desigual. Su origen se debe a que “nomás hacen cuaz (por el sonido al caer) cuando los matan”. Pero la hipótesis onomatopéyica no me convenció mucho.
Desde al menos un lustro, el término sonaba en Nuevo Laredo y entre individuos de un grupo criminal nororiental. Se aludían entre sí, sin connotación negativa (Frontera al rojo vivo, 22/12/16); de hecho, un par de años después, se alude en versión femenina a una menor neolaredense (Reynosa Código Rojo, 30/4/18). Surgen variantes: tautológica (“cuazimorro/a”, que alude a niño/morro mezclado con el guiño al popular jorobado Quasimodo); geográfica (“cuazilaredenses”); verbal (“encuazitar”); o jocosa (“cuaziteo”, en alusión a un baile). Como hipótesis, propongo el origen en cuate (amigo)>cuatecito>cuacito>cuazito, en cambio de letra en alusión a la organización local a la que se adscribían. Esa evolución habría posibilitado, ya posteriormente, la onomatopeya, más cómoda de pronunciar.
De la onomatopeya se pasaría al sentido actual: cualquier joven/niño que en la frontera noreste realiza, sobre todo, funciones ilegales de vigilancia, y que, como carne de cañón, muere armado, enchalecado o empecherado con acrónimos de su grupo y ropa pixelada a lo militar, usualmente sobre una troca; o radiando en mezclilla y gorra desde un lugar abierto o cerrado. Estampas habituales, tras un encuentro que acaba en balacera (“topón”) con un grupo rival, militares o policías estatales (“polinegros” o “furia negra” en Tamaulipas), o con huida (“correlona”).
El salto del lenguaje local al regional (¿nacional?) conlleva una dialéctica entre la población, ellos y sus reclutadores. Éstos usan Internet para crear un vagaroso espíritu corporativo, epopeya chiquita que no por condenada a muerte o prisión revela menos dinámicas violentas. Así, “memes cuazitos” suavizan el reclutamiento con imágenes pop, u otras, de espejo oscuro, como niños subidos a un carro rojo de juguete, con siglas alusivas a criminales. También se popularizan mediante tecnologías novedosas y legítimas, como diseños de carros “silverado vercion cuazito 000666” (¡sic!, en alusiones numéricas que cualquiera en la región entendemos) inspirados en el videojuego Grand Theft Auto (Reynomods Blogspot, 3/21).
Quizá podamos profundizar y remarcar que el término alude a parábolas morales, en sentido amplio, de tentación, caída y castigo adaptadas al terreno (si se permite el juego de palabras, más que auto sacramenal, troca sacramental). La caída del cuazito es moral, y así la cuentan chistes populares de abuelos que enseñan a esos jóvenes qué mal hacen. Pero, además, sugieren la vinculación platónica entre sabiduría y bondad: su grado de ignorancia les haría, como castigo, abrazar la muerte con la facilidad de los insectos (cuaz suena al cricrí del grillo y leemos: “lombricientos enchalecados”, por la delgadez contrastante con su atavío pseudo marcial). Llaman a reflexionar sobre la correlación entre pobreza y fungibilidad: usan una radio/óbolo, cubiertos por una frazada/mortaja desde una bodega/tumba; por lo abrumador de quienes los atacan son señuelos, antes que vigilantes y terminan venadeados (Rescoldo, A.M. Estrada). Connotan también maldad por doblez. Se les reprocha inconstancia y traición, que se volteen o chapulineen (chapulín es saltamontes), es decir, pasarse a un grupo rival. Las fuerzas de seguridad les afean la táctica cobarde de emboscarse. La respuesta extraoficial, cruel y melancólica (“andaba la melancolía atenaceándole con tenazas, más ardiendo que si fueran de fuego”, en frase del Persiles cervantino), es promover “limpiezas” (desapariciones y asesinatos) en lugares de emboscada o contaminados por ésta.
Dr. Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte