Cada ciudad y cada pueblo tiene su fiesta emblemática. En el centro y sur de México, las celebraciones patronales, esa mezcla de religiosidad, baile comunitario y borrachera colectiva, suelen ocupar el lugar central en el calendario festivo. En otros casos, la fiesta es el pistón que inyecta energía al comercio regional, como en la célebre Feria de San Marcos.
Me gusta pensar que en Tijuana es el Halloween mexicanizado la fiesta que nos define: esa reapropiación de una tradición externa, que acaba siendo más propia que los tamales. Admito que cuando viví mi primer Halloween en Tijuana -hace más de 20 años-, mi primera reacción fue de recelo: ¿por qué ceder ante una tradición extranjera cuando en la misma temporada tenemos nuestro Día de Muertos? Pero observando con atención, podemos constatar que nada se cede. Por el contrario, las tradiciones se recrean, transforman y reincorporan.
Los estudiosos de la cultura nombran a este proceso “sincretismo” o «hibridación cultural», porque a partir de dos tradiciones diferentes se crea una nueva: casas adornadas con telarañas, murciélagos y altares de día de muertos; disfraces de brujas, catrinas y vampiros; pumpkin spice latte para acompañar el pan de muerto. Los fronterizos somos virtuosos en la creación cultural híbrida.
Quizá por ello, año tras año el Halloween nos habla de quiénes somos y cómo estamos. Nos sirve como indicador, para observar lo que sucede en el espacio público. Hacia mediados de la década pasada, solía comprar dos cubetas de caramelos que mi hija -entonces todavía pequeña- y yo entregábamos en el zaguán de la casa. Me complacía ver pasar el desfile de niños, adultos, bebes, adolescentes e incluso algunos abuelitos disfrazados, caracterizando animalitos tiernos, zombis, princesas de Disney, o personajes de películas de terror de moda: hemos visto pasar a la huérfana, al “It”, la monja y tantas más.
Sin embargo, al acercarse el fin de esa década, con el incremento de la inseguridad y el natural temor que despertaba, los grupos multitudinarios se fueron convirtiendo en pequeños racimos de niños que pasaban, casi siempre, en auto: bajaban frente a la reja, pedían dulces y subían nuevamente a toda carrera.
En el 2009 tocamos fondo: el miedo ganó y no vinieron. De ese Halloween conservo el recuerdo amargo de las cubetas de dulces quedaron casi intactas. Al año siguiente, igual que los demás vecinos de la cuadra, no compramos dulces y nos atrincheramos en nuestra casa. Habíamos perdido el espacio público y con él, la posibilidad de ese encuentro festivo. Pero para el 2012, con índices de inseguridad todavía altos, pero a la baja, los tijuanenses nos lanzamos a recuperar las calles con un ejército de bujas, vampiros y diablitos, en ese ejercicio de recrear tradiciones y construir comunidad, a punta de disfraces, maquillajes de catrinas y máscaras sanguinolentas.
En el 2016 tras cambiarme de domicilio, descubrí con alegría que mis vecinos tenían un particular gusto por decorar sus casas y repartir dulces los 31 de octubre. Hicimos equipo y esta festividad me permitió socializar y sentirme parte de ese grupo de vecinos. En el verano de este año, cuando la secretaría de salud indicó que Baja California pasaba a semáforo amarillo, se encendió la esperanza de poder continuar la tradición. Los vecinos nos preparamos para lo que sería una doble fiesta: el Halloween y la salida del confinamiento.
Pero con el regreso al semáforo anaranjado dimos marcha atrás. Decidimos replegarnos del espacio público ante el peligro que esta ocasión debido a un diminuto pero peligroso virus. Pensamos nuestra decisión de no salir como parte de una estrategia colectiva para disminuir la velocidad del contagio del Covid-19. Por ello, lejos de percibirla como aislamiento, no salir -para quienes así lo hicimos- reflejó una preocupación por la colectividad, una forma alternativa de hacer frente, como sociedad, a un reto que enfrentamos en conjunto. No sin sorpresa y preocupación, vimos al día siguiente en la prensa las fotografías de grupos multitudinarios de monstruos y zombis desfilando por la Avenida Revolución ¡esta vez sí generaron en mí auténtico temor!
Las celebraciones colectivas son importantes para todas las sociedades. La antropología ha analizado su relevancia para la creación de identidades, el reforzamiento de los vínculos sociales y la transmisión de mensajes simbólicos. El calendario festivo contribuye a pautar y organizar el tiempo y el espacio social. Se trata de rituales lúdicos, no menos importantes que otras actividades del quehacer humano. Ojalá el próximo 31 de octubre, ya con vacunas aprobadas y distribuidas, podamos volver a inundar las calles, en un ritual que simbolizará, entre otras cosas, el inicio de la salida de la pandemia, la recuperación del espacio público, el regreso de la proximidad física, el éxito de la ciencia sobre la enfermedad. Estaremos reviviendo entonces la esencia del ritual festivo que consiste en celebrar el triunfo de la vida sobre la muerte.
Dra. Olga Odgers
El Colegio de la Frontera Norte