Basada en hechos reales.
Mi madre nació en 1945. Su infancia y adolescencia las vivió en un pueblito cercano a una ciudad. La Fama, era el pueblo; Monterrey, la ciudad. Antes de que abriera los ojos, las industrias ya habían arribado. La primera oleada, fueron las compañías textiles, las armadoras de radios y de motores. El silbato de la fábrica relevó el canto del gallo.
En este momento y lugar, se encontraron frente a frente pasado y futuro. La vida del campo entraba al letargo de lo anacrónico, mientras que, las primeras calles asfaltadas, con su plaza pública, botica y cine dominical, daban la bienvenida a la anhelada vida urbana y moderna. Fue entonces, cuando cometió el crimen, la burra de mi tío. Aquel animal, ignorante de las nuevas regulaciones de policía y orden público, sin temor o vergüenza, se atrevió a pastar en los jardines de la plaza principal. Inmediatamente, fue detenida en flagrancia por la policía. La procesaron por el delito de daños a la propiedad pública y la encerraron en la comisaría.
El lamentable hecho no tardó en llegar a los oídos de mi tío y de mi abuela. Después de pagar la fianza y las multas para poner en libertad a la ingenua bestia, la llevaron a un rancho en la Huasteca. Allá, exiliada en la montaña, podría pastar libremente. Mi madre y mis tíos nunca más tomaron leche de burra. Los supuestos beneficios -casi milagrosos- de ésta, también se volvieron cosa del pasado. En adelante, habría que arreglárselas con el tendero.
Rutina, hábito y tradición fueron remodelados a la par de las calles, los drenajes y las luminarias. La riqueza de tener una huerta, una vaca, dos becerros y tres gallinas se perdió. Los árboles centenarios se doblegaron ante la voluntad del reluciente boulevard. El río de tantas aventuras veraniegas fue acanalado. La ciudad lo demandaba. El crecimiento lo demandaba. La modernización lo demandaba. No todo se perdió. Aquello de más valor, se enmarcó y se colocó en vitrinas para disfrutarse en la sala 2, del museo municipal, a 50 pesos la entrada. Es gratis los domingos.
Olvidamos el eterno retorno. Una y otra vez, los ciclos se repiten. La mayoría de las veces, con las mismas fallas. La vida en la ciudad, abundante en progreso, filas, tráfico y smog, nos cansó. La nostalgia del pasado de abuelas y abuelos nos llenó de añoranza. Del deseo por las aves que no escuchamos cantar mientras crecíamos, del río en el que no nadamos durante la infancia, del olor a flor y hierba que no recordamos.
Los más aventajados, decidieron retornar en busca de aquellos lugares impolutos, esos en los que todavía, ni máquina ni tropel habían tocado. Dieron con el lugar donde murió la única burra delincuente que he conocido. Allí, se asentaron para contemplar la montaña y al águila solitaria, en terrenos de 600 metros cuadrados, con un valor de 30 mil pesos por metro. Sus casas, de arquitectura amigable con el paisaje, se construyen con hormigón ecológico, reutilizan las aguas grises para el riego de los jardines, y se iluminan con energía eólica.
Es muy exitosa esta promesa manufacturada de vida tranquila y armoniosa con el ambiente. Algunos, disfrutan de caminar por el campo de golf, con su verde pasto. La sequía no llega aquí. Otros, meditan o practican yoga al aire libre. Hay actividades para los más pequeños. Todo es tan agradable. También rentable, tanto, que ya hay planes para fraccionar más hectáreas, incluso, las empresas inmobiliarias han pensado en ofertar algunos terrenos a un costo más bajo, para fomentar alguna diversidad.
Hace poco se avistó a un oso bajando por la montaña, pero no correrá la misma suerte de la burra; ahora se le considera valor agregado. Además, actualmente los animales tienen derechos, resulta imposible adjudicarles delitos. Se aprovechará el suceso para promover su cuidado, instalando la estatua de un oso: “El Residente”. Hecha con fibra poliéster, de 10 metros de altura, valuada en 3 millones de pesos, para que usted y yo, nos tomemos una selfi gratis y pensemos en la naturaleza.
Yeminá Valdez Samaniego
El Colegio de la Frontera Norte, Estancia Postdoctoral
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