Huachicuentos, o historias del desabasto

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Opinión de Oscar Misael Hernández-Hernández Investigador de El Colegio de la Frontera Norte

miércoles 20 de febrero de 2019

¡Señor Perico!, gritó Martina con miedo, pero era más la necesidad, ya que en la ciudad encontrar gasolina era más difícil que hallar las cuentas bancarias secretas de políticos corruptos: unas gasolineras estaban cerradas, otras tenían filas kilométricas. Así que fue a buscar al señor Perico: un hombre que le recomendaron porque vendía huachicol. “Nomás sea discreta y vaya de noche”, le dijeron, porque resulta que el señor Perico era tan cuidadoso con su negocio, que nomás le faltaba dar tarjetas de presentación para clientes VIP y potenciales. Martina tuvo que darle santo y seña de quién se lo recomendó. Él, aunque algo desconfiado, miró para todos lados y le preguntó a Martina cuánto quería de huachicol. “El tanque lleno”, ella respondió, así que el señor Perico abrió un portón y enseguida salió con dos garrafas de veinte litros que vendió a Martina más barato que Pemex y más amarillo que las líneas de la carretera. Martina salió apresurada, aún con miedo, pero tranquila porque ya traía el tanque lleno.

La cosa se puso canija desde que el Presidente se fajó contra “los huachicoleros”, quienes, a diferencia de la paraestatal mexicana, su slogan no era “En Pemex tenemos la energía”, sino “En los ductos, usamos plomería”. Era tan así, que en la ciudad de Martina, desde antes del Presidente, ya se veía un montón de güercos a la orilla de la carretera, en pleno día, ofreciendo huachicol a bajo costo y cerca de las gasolineras, para que no dijeran que se trataba de competencia desleal y en lo oscurito. La gente compraba huachicol, no sólo porque era más barato, sino también por la elegancia al venderlo. El Omar, un bato que llegó a la frontera en el 2012, recuerda que los güercos que vendían gasolina se paraban a orilla de la carretera, enfilados, con las mangueras rojas que usaban para echar el huachicol, hacían un aro que meneaban cada que los vehículos pasaban, como tratando de seducirlos. Luego, si alguien caía, enseguida corrían para preguntarle cuánto quería comprar y empezaba la descarga desde las garrafas en sus camionetas hasta el tanque de los vehículos. Una vez, el Omar vio que unos güercos hasta uniformados andaban: todos traían playeras verde fosforescente, que combinadas con el rojo de las mangueras, brillaban más que un antro de los años setenta.

Eso sí, los güercos siempre estaban bien “pilas” por si pasaba la Policía Federal o el Ejército. Lo de “pilas” no sólo era por aquello de traer suficiente energía para correr antes que llegaran y los detuvieran, sino también de estar con los ojos bien abiertos para anticipar llegadas inesperadas. Y es que una vez al Omar le tocó ver cómo los güercos salían a toda máquina en sus camionetas, las garrafas de huachicol se meneaban más que las caderas de Tongolele. Pero eso no fue nada: en una ocasión el Omar leyó la nota de un periódico que decía que, en una persecución de huachicoleros, se usó el helicóptero de no sé qué corporación y desde arriba les dispararon. Química básica: disparos + gasolina = explosión y la respectiva calcinación de personas.

Durante un tiempo el Omar observó la venta del huachicol, pero de repente ya no y se preguntó que pasaba con los huachicoleros a la orilla de la carretera. “¿Sabes por qué ya no se ven?”, le preguntó su amigo el Inge. “Pues no”, le respondió el Omar, “Por eso me pregunto”. El Inge miró a su alrededor, bajó la voz y le dijo: “Porque ahora venden el huachicol en las gasolineras”. El Omar expresó que no le creía, pero según el Inge, ahora el asunto era que gente de La Maña, que controlaban el negocio del huachicol, vendía directamente a las gasolineras. “El negocio es simple”, dijo el Inge, “Les propusieron a los dueños que, o les compraban huachicol, más barato y ganancias para todos, o les quemaban las gasolineras”.

El Omar se fue a buscar gasolina. Se formó en una fila larga, pero vio que los únicos que conseguían algo eran los vendedores ambulantes, los viene-viene y los gandallas. Él y otros se salieron de la fila desesperados. Un taxista se encomendó a Huachicoyotl: Dios de los huachicoleros que, a diferencia de la Virgen del Tepeyac, su rostro se plasmó en la garrafa amarillenta de un huachicolero y no en el ayate de un indígena. Medio mundo ya sabía de este dios: ¡Huachicoyotl, Huachicoyotl!/Si Pemex vende caro, en sus ductos yo me apoyo/Cuando esté ordeñando sólo, tu vista de mí no apartes/Ven conmigo a todas partes, y calcinar nunca me dejes/¡Huachicoyotl, Huachicoyotl!/Yo te ofrendo mis mangueras y precios bajos donde quieras/Dame tu gracia entera y guarda el día que yo me muera. El Omar estaba a punto de rezarle, cuando le dijeron que también existía el Santo Niño Huachicolero, y como no quiso causar rivalidades, mejor fue a desempolvar su bicicleta. Eso sí, cantando: ¡Es el pasito huachicol!, ¡es el pasito huachicol! La melodía que narra la odisea de encontrar gasolina en tiempos de desabasto.