San Fernando y el terror en el norte de México

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Opinión de Oscar Misael Hernández Investigador de El Colegio de la Frontera Norte

jueves 20 de agosto de 2020

“Uno quedó herido y como pudo se arrastró y salió a la carretera”, me contó Estela. Su rostro se tensó y sus manos se veían inquietas, como tratando de esconderse, pero aun así ella agregó: “Después estaban los soldados y él pidió auxilio y les dijo que habían matado tantos ahí y que él se había salvado, porque él salió herido de ahí”. Estela se refería al ecuatoriano sobreviviente de la masacre de 72 migrantes, 58 hombres y 14 mujeres, asesinados en una ranchería de San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010. ¿Y usted qué pensó cuando supo de eso?, le pregunté. “¡Ay, pues terror!, qué más quiere que piense, pues terror, que yo tenía miedo por mi hijo”.

Hace una década aquél suceso hizo visible la vulneración de los migrantes en tránsito por México, la crueldad de los grupos criminales y, en suma, los efectos de la “guerra contra el narcotráfico”. Pero a pesar del arco temporal, Estela aún siente terror porque, al menos en San Fernando, la violencia no se detuvo: “Y así siempre ha habido dos, tres muertos, que no saben ni quien son […] A una señora se la llevaron porque iban a buscar al hombre, ¿y sabe qué le hicieron? Le mocharon la cabeza […] Esa cabeza yo la vi en la carretera, tirada”. Estela hace una pausa y después me dice que ni un joven vecino se escapó: lo secuestraron, lo regresaron después de dos semanas al pagar el rescate, aunque “parecía un viejito, caminaba así”.

Parece ficción pero no es así: el terror fue real. Gary Moore, un periodista norteamericano, en un artículo publicado por InSight Crime, escribió: “Las 72 formas sin vida yacían en un cobertizo abandonado de una granja de bloques de cemento en medio de la nada. El grupo de los Zetas […] fue acusado de ser el autor de la masacre”. La masacre de los 72 migrantes en San Fernando fue la parte visible de la violencia a través de los medios de comunicación. No obstante, años antes el terror ya había dado señales de vida, o mejor dicho, de muerte: entre los años 2006 y 2010, en Tamaulipas se reportaron 638 personas desaparecidas, y la cifra se disparó hasta el año 2014.

A nivel local, en San Fernando, a pesar del incremento de Policías Federales, la presencia del Ejército y la Armada de México, entre los años 2011 y 2016, un total de 164 personas fueron reportadas como desaparecidas. Pareciera como si después de la masacre de los 72 migrantes, Antígona González, de Sara Uribe (2012:64), siguiera gritando: “Vine a San Fernando a buscar a mi hermano/Vine a San Fernando a buscar a mi padre/Vine a San Fernando a buscar a mi marido/Vine a San Fernando a buscar a mi hijo”. Estela no exageraba: no se vive con miedo, sino con terror, al menos desde hace una década en ciudades del norte de México.

¿Qué significa el terror más allá del miedo? Un diccionario etimológico precisa que la palabra terror proviene del verbo latín terreo, que significa “temblar”; incluso, puede derivar en adjetivos como trepidus (agitado, tembloroso, inquieto). El terror es, entonces, el miedo extremo, el que hace temblar tanto el cuerpo, las emociones; el que agita la vida al exponer la muerte. El terror lo vivieron los migrantes asesinados en San Fernando, marcándose así un territorio de violencia en el norte de México. Pero no fue el único: desde 1993 los innumerables feminicidios registrados en Ciudad Juárez.

En 2008, un comando armado asesinó a 12 jóvenes y un bebé en Creel, Chihuahua. En 2009, en Tijuana, Baja California, fue detenido “El Pozolero”, hombre acusado de disolver más de 300 cuerpos en nueve años; en 2011, el grupo de los Zetas asesinó a innumerables familias en Allende, Coahuila; también en 2011, en San Fernando fueron encontrados los restos de casi 200 personas en fosas clandestinas; en 2019, un grupo criminal asesinó a 3 adultos y 9 menores de edad de la familia LeBarón en la frontera Chihuahua-Sonora.

Sin duda, los territorios de violencia, como San Fernando, Ciudad Juárez, Creel, Allende u otros, se han hecho visibles en la cartografía nacional e internacional, pero simultáneamente, se han convertido en una marca del terror en el norte de México. Una “marca” en tanto un lugar sacralizado “luego de ser testigo de la atrocidad de una masacre” o un espacio “de resistencia frente a los discursos (oficiales) que apelan a la impunidad y al olvido”, como señalan los antropólogos Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar (2018:9). Las marcas del terror, por supuesto, se originan a partir de dispositivos de crueldad que utilizan grupos criminales –o el Estado- para generar un sufrimiento que no sólo genera terror –entre quienes lo viven y quienes lo saben-, sino también deshumanización.

Un funcionario público, al preguntarle qué revelaron las necropsias de los restos humanos en las fosas clandestinas de San Fernando, respondió: “Pues los cuerpos la mayoría traían destrozado el cráneo o el tórax, destrozado esto en la cabeza o el tórax”. ¿Por balas, por otro tipo de objetos?, le pregunté. “No, era porque según lo que se concluyó en aquel tiempo, con un mazo”. Mientras que los cuerpos de los 72 migrantes en 2010 fueron amarrados y privados de sus vidas a balazos, los de aquellos encontrados en las fosas en 2011 fueron asesinados a mazazos, pero no por parte de los criminales, sino entre ellos mismos como parte de un juego sádico. El dispositivo de crueldad, entonces, no sólo generó sufrimiento, sino también deshumanizó a las víctimas entre sí, generando una marca de terror que trasciende el miedo.

La construcción del sentido de la violencia radica en que ésta es “no lineal, productiva, destructiva y reproductiva”, escribieron los antropólogos Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (2014:1). ¿Podríamos pensar lo mismo sobre la construcción de sentido del terror? La respuesta sin duda es sí, aunque exponencialmente mayor. ¿Es posible imaginar la construcción de sentido del terror en el norte de México? La respuesta también es sí, aunque sin obviar el entramado de intereses criminales dada la colindancia con la frontera de Estados Unidos, así como la ineficiencia y opacidad del Estado mexicano. No en balde, ya desde marzo de 2010, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos afirmó en un documento que “La situación de seguridad en el norte de México sigue siendo tenue a medida que las organizaciones narcotraficantes (…) en disputa siguen luchando por los lucrativos corredores de contrabando y el Ejército mexicano y las entidades policiales luchan por mantener el orden”.

A una década del asesinato de los 72 migrantes, en San Fernando y en otras ciudades y pueblos del norte de México el terror continúa. La emergencia sanitaria, como recientemente han afirmado algunos analistas, no ha menguado la violencia criminal, más bien se ha redefinido. Y con ella también se ha redefinido el terror que viven los familiares, amigos y amigas de las víctimas del pasado y del presente. A una década del asesinato de los 72 migrantes y del terror que se vive en el norte de México desde hace años, sin duda aún somos “observadores vulnerables”, como ha dicho la antropóloga Ruth Behar (1996), pero como ella misma señala, a pesar de no poder detener el terror, al menos debemos documentarlo abriendo el corazón a las historias y narrando las heridas que dañan profundamente.

Dr. Oscar Misael Hernández-Hernández

El Colegio de la Frontera Norte

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