A Carlos Ranc
A los muertos se los entierra en tumbas o mausoleos, en cementerio o en panteón. Pero, al menos, hay tres usos vistos o conocidos en la ciudad más al noreste del país. Usos que, quizás, generalizados a costumbres funerarias, alteran lo esperado del ceremonial del entierro:
–Un cementerio de otro uso. Una madrugada de verano, a un amigo le despierta la llamada de su compadre, para que le acompañe a comprar una sustancia estupefaciente. A pesar de la hora, el compadre conoce a mucha gente y seguro salvan cualquier problema. Manejan hasta los callejones de “Los Tomates”, cementerio con idéntico nombre que el puente internacional. Antes de estacionar, el compadre pide que, pase lo que pase, no bajen del auto. “Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado”, podría recitarse ante el temor. Estacionan junto a la puerta principal. Medio abierta, rondan hombres y mujeres. Mantienen el carro encendido. Como primer acercamiento, mujeres ofrecen flores o hacen como que son vendedoras. Se acerca una delgadísima. Tras saber qué necesitan, le indica a otro, que entra al panteón. Se entra o se sale por la puerta o brincando la barda. La mujer regresa con la sustancia y queda a la orden: “La próxima vez me buscan. Mi apodo es…”.
De regreso, el compadre bromea con que la escena parece del videoclip Thriller (John Landis, 1983), pero que “aún se pone mejor cuando corren despavoridos al avisarles de que vienen los militares. Entonces, andan acelerados, escalan una y otra vez la barda, a pesar de que el portón queda abierto. Se escuchan silbidos, rítmicos y con respuestas. Muchos clientes reciben el paquetito, pero no lo abren y se van sin comprobar el cambio”.
¿Por qué almacenar droga en tal lugar? Quizá, por las calles estrechas, que dificultan el paso de los vehículos militares. También lo recoleto permite apostar a personas que vigilan y pasan señal. Puede que influya la función apotropaica del cementerio, esto es, la “vibra” del lugar donde se entierra a muertos ahuyenta de fiscalización: “En todos los frágiles tabiques parduscos aparecía la huella de una mano con los dedos separados, el talismán destinado a alejar los terrores que acechan en las tinieblas, más allá del barrio iluminado” (L. Durrell, Justine). Irónicamente, del otro lado del panteón está un fraccionamiento exclusivo. Dos casetas de seguridad custodian esa zona, entre las más caras de la ciudad. Sin embargo, la barda que divide el fraccionamiento del panteón tiene un boquete, por donde puede entrar tranquilamente un sepulturero.
—Una tumba sin cementerio. Hace un par de años, me encontraba en una conocida tienda de conveniencia, cuando pasó una típica balacera del noreste. Algunos clientes, a petición de las vendedoras, nos metimos en el almacén; otros, arramblando las papitas, pero cegados por ver con los ojos omatidios de su celular, salieron a la calle Sexta, a grabar la persecución –menos de un minuto– de los policías estatales a los huercos. Al salir de la tienda podían seguirse sobre la calle de la colonia San Francisco los casquillos de arma larga, como migas de Pulgarcito. Un carro, en su rumbo a chocar contra el muro de una casa, había topado contra un árbol. Restos de sangre pero, sorprendentemente, ningún cadáver: ¿cómo podían haberse llevado tan rápido los cuerpos, con fugacidad del “tiempo de herir y tiempo de curar, tiempo de destruir y tiempo de edificar”? ¿Los sacaron los compañeros de los perseguidos por la ventana rota, para que languideciesen en el asiento trasero? ¿O los perseguidores los custodiaban en una cajuela, esposados, aún moribundos (ese apego sádico a la nota al pie de la norma es frecuente en México)? ¿Estarían los heridos escondidos en alguna de las casas? Vecinos tomaban fotos que a la media hora ya estaban en una red social.
A la mañana siguiente, se veían guantes quirúrgicos, de peritaje, alrededor del carro, que permaneció allá varios días.
A la semana apareció erguida, donde antes estaba el auto, una cruz panteonera, en cuya base se leía el nombre del fallecido, su nacimiento y muerte (2/11/1995-26/8/2019) y “recuerdo de su familia”. Brotaba, como recordatorio obligado, una tumba desgajada de cementerio, que nos recordaba que, en este territorio tamaulipeco, el manto de muerte no queda acotado.
–Un cenotafio inverso. Si un cenotafio es un monumento funerario sin cadáver, el campo de exterminio de La Bartolina, a 12 km de Texas y a 19.7 km de El Colegio de la Frontera Norte, es un cenotafio inverso, con cadáveres o partes de estos sin monumentos ni cementerios, en estos tiempos oscuros de esparcir las piedras y amontonarlas para dificultar remover la tierra. Si el mediero “va a medias en la explotación de tierras, cría de ganados u otras granjerías del campo”, estos restos por encontrar son medieros entre los cuerpos identificados y la expansión de una vox populi subterránea, que habla de miedos y otros tormentos.
Dr. Jesús Pérez Caballero
El Colegio de la Frontera Norte