Por Erik Jerena Montiel

Politólogo y Magíster en Sociología de la Universidad Nacional de Colombia y estudiante del Doctorado en Estudios Culturales de El Colegio de la Frontera Norte.

“El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior bueno, el grupo, y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad”.

(Estanislao Zuleta, Elogio de la dificultad)

El siglo veintiuno será el siglo del migrante, advirtió Thomas Nail en el año 2015 al inicio de su libro The Figure of the Migrant. En ese sentido, y a propósito de su latencia como sujeto político en las sociedades del capitalismo tardío, es indispensable reflexionar sobre las posibilidades de su ciudadanía cuando incursiona en complejos contextos multiescalares a los que de entrada, se supone, no pertenece. 

En el último medio siglo, los patrones de movilidades humanas que se identifican en la región se han constituido por las migraciones Sur-Norte (de América Latina hacia Estados Unidos y Canadá), la migración transoceánica a Europa y Japón y las migraciones intrarregionales dentro de América Latina. El aumento de la movilidad humana y la expulsión de personas se ha acentuado con las crisis sociales, económicas y políticas. En las dos últimas décadas se ha incrementado la llegada de migrantes provenientes de otras regiones latinoamericanas y del denominado Sur global a diferentes ciudades de la región sin tradición migratoria internacional, incorporándose mayoritariamente al trabajo precarizado. Recientemente, como ha resaltado en la agenda pública y mediática global, cerca de cinco millones de personas han migrado de Venezuela y se han dispersado por América Latina y el Caribe. Esta tendencia está transformando significativamente el rostro de las ciudades latinoamericanas, como sucedió desde la segunda mitad del siglo XX con las migraciones internas en los procesos de urbanización (Herrera y Sørensen, 2017). 

La globalización ha afectado sustancialmente la forma y el significado de la ciudadanía en varios aspectos (Castles y Davidson, 2000). En primer lugar, pone en cuestión la autonomía relativa del Estado-nación, en la medida en que rompe el vínculo territorial sobre el cual se fundamenta cada ciudadanía nacional, a la vez que altera el nexo entre espacio y poder. En esa vía, la globalización socava la ideología, y el mito de la identidad nacional, esto es, de las distintas y relativamente autónomas culturas nacionales que se inspiraron en la homogeneización como pilar del proyecto nacionalista, bajo la premisa según la cual el otro interno debía convertirse en nacional antes de que pudiera convertirse en ciudadano. Además, la globalización también ha implicado el rápido incremento de la movilidad de personas a través de las fronteras nacionales, expresada en migraciones de todo tipo a gran escala, lo que demanda una mirada transnacional-multiescalar al fenómeno y al debate sobre la ciudadanía, que vaya más allá de la limitada escala del nacionalismo metodológico y el supuesto de que los contornos de la sociedad coinciden con los del Estado nación. En cuanto institución clave de las sociedades contemporáneas, núcleo de la democracia y las identidades nacionales, implica una relación de inclusión y exclusión, es decir, la ciudadanía de cierto tipo de personas implicaría la no ciudadanía de otros (Bosniak, 2006). La ciudadanía siempre ha estado restringida a ciertas categorías sociales en cada sociedad particular. Ahora bien, el problema de la exclusión formal de la ciudadanía aplica para los inmigrantes en términos de acceso o no al estatus ciudadano y a determinados derechos sociales, económicos, culturales y, por supuesto, políticos.

La discusión sobre los derechos de los migrantes parte del reconocimiento que estos adquieren en el nivel constitucional de los Estados nacionales liberales. Esto se relaciona con el desarrollo de legislación internacional sobre los derechos humanos, que extiende la garantía de protección a todos los “miembros” de la sociedad (principio de igualdad). De esta manera, los individuos y ciertos grupos han adquirido una especie de personalidad legal internacional en un contexto global y posnacional que supone tanto la expansión de los derechos a través de las fronteras como la posibilidad de una ciudadanía transnacional (Hollifield, 2004). En ese sentido, cabe preguntarse: ¿ciudadanía de y para quién exactamente? Generalmente, por ejemplo, los inmigrantes suelen tener una ciudadanía oscilante en la práctica dentro de los contextos de recepción. 

Ahora bien, la pregunta por los otros es un asunto relativamente nuevo en la historia cultural, vinculado tanto con el encuentro entre culturas diferentes como con la inquietud por la identidad cultural (Burke, 2005). Así, cuando los grupos se enfrentan a otras culturas pueden ignorar la distancia cultural y establecer un relacionamiento por analogía (el otro como reflejo del yo), o bien pueden inventar (consciente o inconscientemente) a “los otros” como una cultura totalmente opuesta a la suya, como su antítesis. Los anuncios del gobierno colombiano de implementar un proceso de regularización de los migrantes venezolanos, dado que el país es el principal receptor de esta población en América Latina, con cerca de dos millones de personas, y el giro en la política migratoria que se avizora con el nuevo gobierno estadounidense, por un lado, y el incremento de la militarización y el cierre de fronteras en el contexto de la pandemia del Covid-19, por el otro, ratifican la centralidad de este debate. 

Las nuevas movilidades humanas del mundo globalizado reflejan cómo la movilidad se ha interiorizado en la subjetividad (inner mobility): el ir y venir, ser de aquí y de allá al mismo tiempo, se ha vuelto globalmente mucho más normal (Urry, 2000). La exclusión del estatus de ciudadanía formal de los migrantes genera, entonces, inquietudes sobre la aplicabilidad de la ciudadanía más allá de los límites de la sociedad nacional y acerca de las implicaciones que esto tiene para quienes incursionan en contextos multiescalares. Así, teniendo en cuenta que las posibilidades de la ciudadanía en la vida práctica remiten tanto a la reproducción de la vida cotidiana en un espacio diferente al propio como a nuevas formas de apropiación de este, donde entra en juego la interseccionalidad de sus posicionamientos (raza, clase, género, edad y sexualidad), emerge necesariamente la pregunta por el que podría denominarse, al menos provisionalmente, el derecho a establecer otras formas de pertenencia.

Referencias

Burke, P. (2005). Estereotipos de los Otros. En Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico. Biblioteca de Bolsillo. 

Bosniak, L. (2006). The Citizen and the Alien: Dilemmas of Contemporary Membership. Nueva Jersey: Princeton University Press.

Castles, S. y Davidson, A. (2000). Citizenship and Migration. Globalization and the Politics of Belonging. Nueva York: Routledge.

Herrera, G. y Sørensen (2017). Migraciones internacionales en América Latina: miradas críticas a la producción de un campo de conocimientos. (Presentación del dossier). Íconos. Revista de Ciencias Sociales, 58, 11-36.

Hollifield, J. (2004). The Emerging Migration State. International Migration Review, 38, (3), 885-912.

Nail, T. (2015). The Figure of the Migrant. Stanford: Stanford University Press. 

Urry, J. (2000). Sociology Beyond Societies: Mobilities for the Twenty-First Century. Londres: Routledge.